domingo, 19 de mayo de 2013

Descartes: de las ideas innatas a la existencia de Dios

DESCARTES: DE LAS IDEAS INNATAS A LA EXISTENCIA DE DIOS
por
Peredur

Escapando del solipsismo.

Tras alcanzar la certeza fundamental, a saber, “yo pienso; yo existo”, Descartes corre el riesgo de quedar estancado en el solipsismo, pues podría suceder que el “yo” no pudiera dar cuenta de la existencia de todo aquello que se supone ajeno y externo a él mismo. Ciertamente, nuestro entendimiento opera con ideas cuya existencia subjetiva no puede ser puesta en duda, mas ¿hemos de decir lo mismo de aquello que representan tales ideas? Es decir, ¿representan nuestras ideas realidades objetivas e independientes de nuestra conciencia?
«[...] en lo que concierne a las ideas, si se consideran solamente en sí mismas, sin referencia a otra cosa, no pueden, hablando con propiedad, ser falsas, pues ora imagine una cabra o una quimera, no es menos cierto que imagino una u otra. [...] el error principal y más ordinario que puede encontrarse [...] es juzgar que las ideas, que están en mí, son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación tercera.
Para responder a este interrogante Descartes se propone examinar la naturaleza de las ideas distinguiéndolas en función de su procedencia.

Ideas innatas, adventicias y artificiales.

De acuerdo con su procedencia, Descartes reconoce tres clases de ideas: a) las ideas innatas, nacidas en el “yo” junto con la conciencia ─tales como la idea de Dios, la de conciencia (res cogitans) y la de cuerpo (res extensa)─; b) las ideas adventicias, que llegan al entendimiento a través de los sentidos; y c) las ideas artificiales, construidas quimérica y arbitrariamente por el sujeto por combinación de otras ideas.
«Pues bien: entre esas ideas unas me parecen nacidas conmigo, y otras extrañas y oriundas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues si tengo la facultad de concebir qué sea lo que, en general, se llama cosa o verdad o pensamiento, paréceme que no lo debo sino a mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento el calor, he juzgado siempre que esos sentimientos procedían de algunas cosas existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras fantasías por el estilo son ficciones o invenciones del espíritu»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación tercera.
Todas éstas, aunque no difieren entre sí desde el punto de vista de su realidad subjetiva, ¿podrían hacerlo en cuanto a la realidad objetiva de aquello que representan? Ciertamente, la realidad objetiva de aquello que representan las ideas adventicias y artificiales puede ser puesta en duda perfectamente, pues Descartes, en ese momento de su exposición, aún no ha demostrado la existencia objetiva del mundo. Pero ¿y las ideas innatas? ¿Existe la posibilidad de que alguna de éstas exista independientemente de nuestro pensamiento?
«[...] si la realidad o perfección objetiva de alguna de mis ideas es tanta que claramente conozco que esa misma realidad o perfección no está en mí formal o eminentemente, y, por consiguiente, que no puedo ser yo mismo la causa de esa idea, se seguirá necesariamente que no estoy solo en el mundo, sino que hay alguna otra cosa que existe y es causa de esa idea»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación tercera.
La idea innata de Dios y los dos argumentos que demuestran su existencia objetiva.

Al examinar la idea innata de Dios ─idea que, desde el plano subjetivo, denota un ser infinito, omnipotente, omnisciente y sumamente bondadoso, el cual existe por sí mismo y del cual depende nuestra existencia y la del resto del mundo─, Descartes descubre que esta idea no sólo existe de manera subjetiva, sino también objetivamente.

A) Primer argumento sobre la existencia de Dios.

En efecto, la idea de Dios es una idea innata, pues, según Descartes, no puede proceder de los sentidos, ya que éstos jamás han percibido algo tan perfecto en el mundo exterior. Ahora bien, aunque pertenece a nuestro entendimiento por nacimiento, es evidente que alguien ha tenido que poner esta idea en nosotros al crearnos, pues si procediera de nuestra conciencia no se podría explicar por qué tal idea denota más realidad y perfección de la que hay en nosotros mismos. Efectivamente, la causa de una idea debe de tener por lo menos tanta realidad y perfección como ella misma. Es evidente que el “yo” de mi ser ─dirá Descartes─ no es ni infinito, ni omnipotente, ni omnisciente, etc. Por lo tanto, una idea como la de Dios sólo puede provenir de Él mismo, pues, en caso contrario, si la idea de un ser así procediese de mí, habría que concluir que “yo” soy infinito, omnipotente, omnisciente,... y eso no es cierto. Así, pues, sólo la existencia objetiva de Dios puede explicar la existencia de la idea de Dios que hay en nosotros.
«Bajo el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, por la cual yo mismo y todas las demás cosas que existen (si existen algunas) han sido creadas y producidas. Ahora bien: tan grandes y eminentes son estas ventajas, que cuanto más atentamente las considero, menos me convenzo de que la idea que de ellas tengo puede tomar su origen en mí. Y, por consiguiente, es necesario concluir de lo anteriormente dicho que Dios existe; pues si bien hay en mí la idea de la sustancia, siendo yo una, no podría haber en mí la idea de una sustancia infinita, siendo yo un ser finito, de no haber sido puesta en mí por una sustancia que sea verdaderamente infinita»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación tercera.
«[...] para que una idea contenga tal realidad objetiva en vez de tal otra, debe sin duda haberla recibido de alguna causa, en la que habrá, por lo menos, tanta realidad formal como hay realidad objetiva en la idea»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación tercera.
B) Segundo argumento: argumento ontológico sobre la existencia de Dios.

Este segundo argumento, conocido como prueba ontológica, fue ya empleado por san Anselmo. Descartes, por lo tanto, se limita a plantearlo de nuevo tal y como sigue. Al igual que no puede concebirse un triángulo donde la suma de sus tres ángulos sea distinta de 180º, ni una montaña sin su valle, tampoco se puede pensar a Dios desprovisto de existencia, pues en Él esencia y existencia son inseparables. Por ello, siendo la idea de Dios la única en cuya esencia va unida su existencia, ¿cómo no podría existir Dios y, aun así, ser pensado?
«[...] encuentro manifiestamente que es tan imposible separar de la esencia de Dios su existencia, como de la esencia de un triángulo rectilíneo el que la magnitud de sus tres ángulos sea igual a dos rectos, o bien de la idea de una montaña la idea de un valle; de suerte que no hay menos repugnancia en concebir un Dios, esto es, un ser sumamente perfecto, a quien faltare la existencia, esto es, a quien faltare una perfección, que en concebir una montaña sin valle. Pero aun cuando efectivamente no pueda yo concebir a Dios sin la existencia, como tampoco una montaña sin valle, sin embargo, porque yo conciba una montaña con valle, no por eso se infiere en consecuencia que exista montaña alguna en el mundo; del mismo modo, pues, aunque yo conciba a Dios como existente, no se sigue por ello, al parecer, que Dios exista [...]. Mas ello no es así ni mucho menos; aquí es donde hay un sofisma oculto, bajo la apariencia de esa objeción, pues porque yo no pueda concebir una montaña sin valle, no se infiere que halla en el mundo montaña y valle, sino sólo que la montaña y el valle, existan o no, son inseparables una de otro; mientras que, puesto que no puedo concebir a Dios sino como existente, se infiere que la existencia es inseparable de Él y, por lo tanto, que existe verdaderamente»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación quinta.
Renati Des-Cartes, Meditationes de Prima Philosophia, 1641.

miércoles, 16 de enero de 2013

Descartes: de la duda metódica a la certeza fundamental

DESCARTES: DE LA DUDA METÓDICA A LA CERTEZA FUNDAMENTAL
por
Peredur

Tras haber desarrollado su método filosófico para alcanzar un conocimiento fuera de toda duda, a Descartes sólo le queda ponerlo en funcionamiento y, haciendo buen uso de él, examinar los cimientos del viejo edificio filosófico del saber. ¿Qué partes del antiguo edificio, al aplicar el nuevo método, aún se mantendrán en pie? ¿Qué podremos conocer de seguro? Tal es la tarea que Descartes se propone llevar a cabo en las Meditaciones metafísicas.
«[...] he juzgado que era preciso acometer seriamente, una vez en mi vida, la empresa de deshacerme de todas las opiniones a las que había dado crédito y empezar de nuevo, desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. [...] y puesto que la ruina de los cimientos arrastra necesariamente consigo la del edificio todo, bastará que dirija primero mis ataques contra los principios sobre los que descansaban todas mis opiniones antiguas»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación primera.
Las experiencias sensibles.

Si buena parte del saber tradicional se fundamentaba sobre la certeza de aquello que revelan los sentidos, Descartes, en cambio, no puede sino dudar de éstos, pues, habiendo constatado que a veces nos engañan, ¿cómo podríamos fiarnos de ellos?
«Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y seguro lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien: he experimentado varias veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación primera.
«[...] hace tiempo supe, por ciertas personas a quienes habían cortado brazos o piernas que, a veces, parecíales sentir dolor en las partes que ya no tenían»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación sexta.
Además, estando dormidos creemos percibir objetos y situaciones que, al despertar, constatamos como ficticias. ¿Cómo entonces podríamos estar seguros de que los objetos que las experiencias sensibles nos revelan existen realmente? ¿Cómo podríamos, sin temor a equivocarnos, afirmar la existencia del mundo?
«¡Cuántas veces me ha sucedido soñar de noche que estaba en este mismo sitio, vestido, sentado en la cama! Bien me parece ahora que, al mirar este papel, no lo hago con ojos dormidos; que esta cabeza, que muevo, no está somnolienta; que si alargo la mano y la siento, es a propósito y a sabiendas; lo que en sueños sucede no parece tan claro y tan distinto como todo esto. Pero si pienso en ello con atención, me acuerdo de que, muchas veces, ilusiones semejantes me han burlado mientras dormía; y, al detenerme en este pensamiento, veo tan claramente que no hay indicios para distinguir el sueño de la vigilia que me quedo atónito, y es tal mi extrañeza que casi es bastante a persuadirme de que estoy durmiendo»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación primera.
El saber matemático.

Si por prudencia no podemos fiarnos de nuestros sentidos ni tomar por verdaderos aquellos conocimientos que se fundamentan sobre las experiencias sensibles, en cambio, a primera vista, nada nos impide confiar en el saber matemático, pues parece claro y distinto ─esto es, evidente─ que éste no depende de los sentidos. En efecto, dos y dos son y serán cuatro duerma yo o me encuentre despierto.
«[...] la aritmética, la geometría y demás ciencias de esta naturaleza, que no tratan sino de cosas muy simples y generales [...] contienen algo cierto e indudable, pues duerma yo o esté despierto, siempre dos y tres sumarán cinco y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; y no parece posible que unas verdades tan claras y tan aparentes puedan ser sospechosas de falsedad o de incertidumbre»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación primera.
El genio maligno.

Ahora bien, por qué no habría de existir, no ya un Dios bondadoso, sino un genio maligno, tan astuto y embaucador como poderoso, el cual, burlándose de nosotros, obligara a nuestro entendimiento a considerar como evidente aquello que no lo es. Si así fuera, incluso la evidencia de las matemáticas podría ser puesta en duda. De hecho, parece que todo podría ser puesto en duda.
«[...] tiempo ha que tengo en el espíritu cierta opinión de que hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido hecho y creado como soy. Y ¿qué sé yo si no habrá querido que no haya tierra, ni cielo, ni cuerpo extenso, ni figura, ni magnitud, ni lugar, y que yo, sin embargo, tenga el sentimiento de todas estas cosas, y que todo ello no me parezca existir de distinta manera de la que yo lo veo? [...] ¿qué sé yo si Dios no ha querido que yo me engañe cuando adiciono dos y tres, o enumero los lados de un cuadrado? [...]  Mas acaso Dios no ha querido que yo sea de esa suerte burlado, pues dícese de Él que es suprema bondad. [...] Supondré, pues, no que Dios, que es la bondad suma y la fuente suprema de la verdad, me engaña, sino que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto su industria toda en engañarme»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación primera.
El significado de la duda metódica.

Es obvio que en estos planteamientos nos encontramos con la duda de los escépticos, los cuales dan más crédito a la duda, por mínima que sea, que a la realidad y verdad probables. Sin embargo, en Descartes la duda es más un punto de partida que de llegada; es decir, su objetivo es alcanzar la verdad indubitable para, de ese modo, no volver a dudar. En este sentido, la duda cartesiana trasciende y va más allá de la duda de los escépticos. De ahí que se la denomine “metódica”, pues, en efecto, presenta un objetivo metodológico claro y definido. En definitiva, Descartes deseaba poner fin al dogmatismo de su época y, a un tiempo, combatir el escepticismo gratuito.

La certeza fundamental: cogito ergo sum.

Llegados a este punto de la exposición, el empleo de la duda metódica parece conducir a Descartes hacia el escepticismo más absoluto. Mas, como vamos a ver a continuación, no todo puede ser puesto en duda. En efecto, continúa Descartes, cabe pensar en la existencia de un genio maligno que me engaña haciéndome tomar lo falso por verdadero. Sin embargo, aunque así me engañara, es evidente que tal genio no podría hacer que yo, el engañado, no fuera nada, al menos mientras yo piense que soy algo. He aquí, pues, la certeza fundamental, una intuición tan evidente, clara y distinta como cierta, a saber, “pienso, luego existo”.
«[...] ya estoy persuadido de que no hay en el mundo: ni cielos, ni tierra, ni espíritu, ni cuerpos; ¿estaré, pues, persuadido también de que yo no soy? Ni mucho menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado alguna cosa, es sin duda porque yo era. Pero hay cierto burlador muy poderoso y astuto que dedica su industria toda a engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que yo soy, puesto que me engaña y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte que, habiéndolo pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por constante que la proposición siguiente: “yo soy; yo existo”, es necesariamente verdadera mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación segunda.
«[...] es cierto que yo soy y que existo, aun cuando estuviere siempre dormido y aun cuando el que me dio el ser emplease toda su industria en engañarme [...]. Pues es tan evidente de suyo que soy yo quien duda, entiende y desea, que no hace falta añadir nada para explicarlo»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación segunda.
Pues, en verdad, no otra cosa es el “yo”, mi “yo” ─dirá Descartes─, sino res cogitans, esto es, una cosa que piensa, una sustancia pensante.
«[...] el pensamiento es lo único que no puede separarse de mí. Yo soy, existo, esto es cierto; pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que dure mi pensar; pues acaso podría suceder que, si cesase por completo de pensar, cesara al propio tiempo por completo de existir. Ahora no admito nada que no sea necesariamente verdadero; ya no soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón»; Descartes, Meditaciones metafísicas, meditación segunda.
La evidencia del cogito es tal que a partir de esta intuición Descartes se propone deducir la existencia de Dios y del mundo, para lo cual habrá de hacer uso del nuevo método fortalecido tras su reciente éxito.

René Descartes, Discurso del método. Meditaciones metafísicas, Espasa Calpe.